La curiosa historia de hoy nos lleva
hasta la Plaza Mayor, hasta los pies de una estatua que a muy buen
seguro la gran mayoría conocerá: la que representa al rey Felipe III a lomos de su caballo.
Estatua de Felipe III en 1915. [Postales de Madrid] Fotpia. Castañeira, Alvarez y Levenfeld |
La estatua fue realizada en 1616 por
Juan de Bolonia el cual hizo el vaciado en bronce y por Pietro Tacca
que remataría los detalles de la misma. Pese a todo, la estatua no
ha estado toda su vida en el sitio en el que hoy la conocemos. Hasta
1617 permaneció en los jardines de el Reservado del palacio de los Vargas de la
Casa de Campo, momento en que la reina Isabel II, a propuesta de
Ramón Mesonero Romanos, manda trasladar la estatua a la Plaza Mayor.
Sin embargo, en 1873, con la
proclamación de la República, se la traslada a un almacén con el
objetivo de ocultarla del público, ya fuese para protegerla de
cualquier desperfecto o para evitar cualquier símbolo de la
monarquía. La estatua volvería a su ubicación anterior con la
subida al trono de Alfonso XII.
Años más tiene lugar la historia que
hoy nos atañe. Estamos en 1931, momento en que tiene lugar el
alzamiento de la II República, es durante este período cuando la
estatua sufre un mayor número de destrozos. Un día, un militante de
izquierdas se aproxima a la estatua con un artefacto explosivo con la
idea de introducirla en su boca y así dañar a la misma. Lo que
nadie esperaba en el momento en que la explosión tuvo lugar es que
junto a los restos de la estatua volaran por los aires miles de
pequeños huesos que dejaron estupefactos a los allí presentes.
¿De dónde provenían aquellos
huesecillos?
Los restos pertenecían a gorriones que
se apoyaban en la boca del caballo y caían en su interior, ignorando
que se trataba de una trampa mortal para ellos, ya que les era
imposible volver a salir aleteando debido a la estrechez del cuello
del equino. Terminaban así las diminutas aves presas, aleteando
hasta morir.
El escultor Juan Cristóbal reformaría
la estatua durante la II República, impidiendo de paso que volviese
a convertirse en un cementerio de gorriones.