Este es el velador aquél, testigo
de nuestras largas íntimas veladas,
continuación del fiel diálogo amigo,
interminable y loco, alegre o triste,
que mil veces nos trajo a la memoria
aquel continuo hablar en las posadas
Miguel de los Santos Álvarez
Una de las
características comunes en todas las grandes capitales es la de convertirse en
núcleo de artistas e intelectuales. En ese sentido, como también ocurre con
Barcelona, Madrid ha funcionado siempre como un enorme imán que ha atraído a
personalidades de toda España que han formado aquí círculos sociales con sus
contemporáneos que se han materializado en las tertulias artísticas.
Aunque el vocablo
“tertulia” se empieza a utilizar en el siglo XVIII en plena explosión
neoclásica, las tertulias artísticas tienen su origen en las Academias
literarias del Siglo de Oro, estas eran encuentros celebrados en la residencia
de un noble a imitación de las academias italianas del Renacimiento. El Siglo
de las Luces lleva estas reuniones de palacete a los cafés madrileños de la
mano de Nicolás Fernandez de Moratín que convirtió la Academia del Buen Gusto
en la Tertulia
de la Fonda de San Sebastián en la Plaza del Ángel. Al mismo tiempo, la
difusión de la prensa escrita animó al debate de la actualidad en cafés y
casinos.
Discurso de Salustiano Olózaga en el Café Lorenzini en la Calle de Cádiz |
Con el XIX Madrid sufre una explosión
demográfica que supera el medio millón de habitantes a comienzo de siglo, y que
contribuyó, además, a una mayor expresión cultural que repercutiría en la
proliferación de estos lugares. Tan importante es la figura de «el café» que
Mariano José de Larra, una de nuestros exponentes románticos, escritor y ácido
periodista y en sí mismo ejemplo del héroe decimonónico tras su trágico
suicidio, dedicó en 1932 un artículo para El duende satírico del día a estos lugares, a su clientela y a las
costumbres de esta. En estos cafés, y tras la lectura de La gaceta y el Diario
de Avisos, únicas publicaciones permitidas en el Madrid de 1828, comienza el
debate. Larra, al igual que sus contemporáneos Espronceda o Mesonero
Romanos (este último también hablaría de estas tertulias en Memorias de un
setentón) se movía entre distintos locales que iban desde la calle Infantas
hasta la actual Plaza de Santa Ana, desde la Puerta del Sol hasta la Calle
Alcalá. De todos, el más famoso y el que más trascendencia tendría en el mundo
de las letras es el café del Príncipe en la calle del mismo nombre y junto al
actual Teatro Español. Este negocio existió desde 1807, pero no fue hasta los
años treinta del mismo siglo que alcanzó notoriedad dentro de la vida
intelectual que se concentraba en la tertulia del Parnasillo.
Teatro Español anteriormente del Príncipe |
¿Qué atraía de este lugar a los jóvenes
artistas? Sólo se me ocurre su cercanía al teatro y la posibilidad de tejer
contactos con el director escénico y empresario teatral Juan Grimaldi, siempre dispuesto
a promocionar jóvenes talentos, porque los dos testimonios que tenemos de sus
asistentes, el de Larra y el de Mesonero Romanos, coinciden en describirlo como
un tugurio. «Reducido, puerco y opaco» son las características con las que lo
engalana el primero.
Mesonero Romanos, por su parte escribe: «A pesar de todas estas condiciones negativas, y tal vez a causa de ellas
mismas, este miserable tugurio, sombrío y desierto, llamó la atención y obtuvo
la preferencia de los jóvenes poetas, literatos, artistas y aficionados». Es
también este último quien testimonia cómo fue en este lugar donde Mariano José
de Larra fue bautizado con el seudónimo de Fígaro después de que lo sometiese a
debate. Finalmente fue Grimaldi quien pronunciase el nombre con el que el
periodista firmaría sus escritos. El mismo lugar que le dio uno de los apodos
por el que se le conocería, fue testigo de su muerte el día que el torero
Mirandilla llegó con la noticia de su suicidio.
Retrato de Mariano José de Larra por Federico de Madrazo |
El Parnasillo estaba formado principalmente por literatos como
Espronceda, Zorrilla, Hartzenbusch o los ya mencionados Larra y Mesonero
Romanos, pero también por políticos y oradores como Bravo Murillo o por
artistas como Madrazo o Esquivel, por eso medio siglo después Azorín describió
este lugar como «el solar del romanticismo castellano» donde se discutía de
arte escénico, poesía, filosofía, o se debatía, desde la óptica liberal que
compartían, la situación política del país. El café cerró en 1840, cuando el local pasó a
formar parte del teatro colindante, pero ya había dejado su impronta en la
historia de nuestra ciudad; en ese oscuro lugar, entre la
docena de mesas de pino color chocolate que recordaba Mesonero Romanos tres
años antes de morir, se definió el pensamiento romántico español y se engrasó
el motor de la renovación intelectual no solo de la capital sino de todo el
país.
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